miércoles, 14 de noviembre de 2007

Cualquier basura

Durante mi primera semana de vacaciones estuve en Barcelona, con mi hermana Paula y su novio Pedro. Por cierto, ya mismo los tenemos a ambos por aquí, en la misma Macarena, ¡yuju! Pues fue aquella una semana intensa: por la mañana, dormíamos y comíamos; a mediodía, sólo comíamos; las sobremesas, casi siempre las pasábamos durmiendo, aunque a veces también comíamos; por las tardes, solíamos dormir cuando estábamos cansados; las noches, en fin, las pasábamos en vela, comiendo. Lo que se dice unas vacaciones reparadoras.

Pues bien, entre comida y sueñecito, un día nos acercamos al cine, uno antiguo que tenían cerca de casa. Al entrar, nos dio la sensación de estar accediendo al salón de actos de cualquier colegio. A mi me dio sopor sólo de pensarlo. Y no hay que ir tan lejos para lo del sopor. Durante la carrera, nuestro genial profesor de Historia,
Eloy Arias, nos regaló unos ciclos de cine que me condujeron definitivamente a esta insana obsesión por el celuloide. Y no obstante, ¡ah, añorada juventud!, las noches locas de aquellos años me tendían continuas trampas, y no sé si fue aquel ambiente de créditos de libre configuración o, más bien, la oscuridad del salón de actos de Reina Mercedes, pero a mí ‘El Gatopardo’ (Il Gattopardo, 1963) de Visconti me dejó sin habla. Y sin visión, y sin consciencia. Frito, me quedé.

Volviendo a Barcelona. Pasada esa primera impresión, lo cierto es que nos encantó el ambiente de la sala. Para empezar, era enorme, lo que consigue que te sientas muy pequeño, que es como uno se tiene que sentir cuando va al cine. Cierto, había muchos asientos vacíos, pero eso le daba bastante gracia al hecho de oír los comentarios aisladamente, como si también hubieran sido pasados por un filtro
surround. Y lo mejor: en esta ocasión, los comentarios valían completamente la pena. Os lo dice uno que no aguanta ni el aleteo de una mosca a partir de la primera letra de los créditos. Enseguida entenderéis por qué aquella vez sí.

La película en cuestión era ‘Ratatouille’ (2007), de Brad Bird, quien por cierto también fue responsable de esa joya de la animación que es ‘El gigante de hierro’ (The Iron Giant, 1999). Niños. El grueso del público eran enanos. Eso sí que son comentarios, y no los de Garci (que también me gustaban, ¿eh?, porque en el fondo él y sus tertulianos eran como niños). La verdad es que fue un gustazo. Una película realmente enorme ‘Ratatouille’, sencilla y muy viva. Un par de horas de puro gozo, y salimos con la sonrisa puesta. Lo que decía: vacaciones reparadoras.

Hay, además, en ‘Ratatouille’ un breve monólogo que es brillante en su aparente sencillez. Lo recita un personaje de esos que, siendo secundarios, terminan por devenir el alma de la historia. Los personajes en los que todos nos reconocemos. Éste se llama Antón Ego, y su apellido sirve para situarlo. Es crítico culinario, pero podría serlo de cualquier otra cosa. A continuación reproduzco el monólogo en cuestión, tal y como lo he hallado transcrito en Internet:

“La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Prosperamos con las críticas negativas, divertidas de escribir y de leer. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Aunque, en ocasiones, el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento. Las nuevas creaciones, lo nuevo, necesita amigos.”


Sólo quería aprovechar esta cita para recordar(me) que la única crítica plausible es la que actúa como marco referencial de una obra y, si contiene juicios de valor, la crítica constructiva. Uno puede llegar a sentirse muy ingenioso reventando el trabajo de los demás, lo que, como demuestra ‘Ratatouille’, sólo se puede explicar de una forma: el poder de la palabra. Por encima de la contextualización, del análisis riguroso (= pertinente), de la recomendación, de la puesta en valor, del aplauso, de fondo siempre queda el poder de decidir lo que sí y lo que no. Pues eso: cualquier basura tiene más significado que este artículo.


domingo, 7 de octubre de 2007

Cine reciclado (y III): Tarantino, DJ de lo cool


Su previa aparición en este reportaje no debería ser entendida como casual: Tarantino es, hoy, el hombre que lo convierte todo en oro. El gurú de las tendencias cinematográficas. Todos los directores querrían tenerlo como productor o, al menos, que alguien le sacase alguna buena crítica de su película, como esa moda de incluir las (supuestas) impresiones de (supuestos) valedores del buen cine en el cartel de un film. Algo como: “Hacía muchísimo tiempo que no me reía tanto” (Sam Raimi). ¿Y qué? ¿Acaso el bueno de Sam lo dijo realmente? ¿Es posible que comparta productora/distribuidora con la peli promocionada? ¿Habrá funcionado su relación de pareja en los últimos años? ¿Estaría fumado cuando vio la peli? En fin, la lista de hipótesis sería interminable.

Pues bien, Tarantino es de los que hablan e iluminan el camino a seguir, como si se tratase de un profeta (que, en el caso de Estados Unidos, más bien predicaría en el desierto; de ahí su propósito de conquistar a la crítica europea). De hecho, es lo que mejor hace: hablar. Que Tarantino es un consumado charlatán se puede comprobar en la entrevista que dos críticos de Cahiers du cinema le hicieron en el pasado Festival de Cannes, publicada ahora en la edición española de la citada revista. Ni que decir tiene que los franceses adoran lo chic de Tarantino (desde que encumbraran ‘Pulp fiction’, ganadora de la Palma de Oro del mencionado certamen en 1994) casi tanto como Tarantino gusta de ser alabado por la prensa especializada europea, que probablemente representa para el realizador norteamericano lo más cool de este mundillo. A través de este texto he confirmado mis sospechas: Tarantino es, por encima de cualquier otra cosa, un gran vendedor de cine. Él solo constituye un maldito departamento de marketing de su obra. No hay más que escucharlo (leerlo) hablar de sus películas, la excitación con que describe sus propias ideas, el goce masturbatorio que se adivina en su labor de creación. Baste como exponente el titular extraído de la conversación: “Quiero rodar escenas de las que se hable eternamente”. Amén de pedante, presuntuoso y todos los calificativos que se podrían añadir, este personaje tiene una cualidad que podría redimirlo de sus pecados: es (al menos, yo diría que lo es) condenamente sincero. Y un gran amante del cine. Ningún director con ínfulas y la pretensión de presentarse como verdadero auteur y salvador del cine comercial de hoy día revelaría tan fácilmente sus influencias. O el efecto sobre el espectador que ha querido crear con tal escena. De hecho, no sé si un cineasta respetable hablaría así de sus personajes: “(...) todo ello sugiere que son verdaderas zorras, tipas duras: They are bad asses! Bad asses! Bad asses! [en inglés en el texto traducido]”.

De lo que no cabe duda es de que Tarantino se cree mucho mejor de lo que es. O quizá confunde su cinefilia con su capacidad para hacer cine. O su locuacidad, su verborrea inagotable, su visceral pasión por contar anécdotas, narrar historias y presentarlas como algo fenomenal, sorprendente, (de nuevo) cool. De ahí que se considere a sí mismo como escritor (o, según él mismo se define, wordsmith: alquimista de las palabras en lengua anglosajona; por eso sus títulos, tan significativos, nunca son traducidos -su siguiente proyecto tiene el sugerente nombre de 'Inglorious bastards'-) antes que cineasta, y que esté tan orgulloso de sus afamados diálogos, la mayoría de ellos tan brillantes como intrascendentes. A este respecto, hay una reflexión en la entrevista (que, por otro lado, no tiene desperdicio) que me resultó más que interesante: “Alguien me dijo que mis personajes pasan el tiempo definiendo y redefiniendo su lugar en la conversación, que no dejan de cuestionarse la jerarquía: nadie deja de preguntarse por su lugar y el de los demás, por el papel de cada uno dentro del grupo”. Parece que él mismo actúa de ese modo en la conversación: no deja de cuestionarse su lugar en la historia del cine.

Pues bien, especialmente desde sus anteriores películas, ‘Kill Bill: Vol. 1' (2003) y 'Kill Bill: Vol. 2’ (2004), y ahora con ‘Death Proof’ (2007), que llegó a nuestras pantallas el pasado 31 de agosto, la crítica parece hallarse dividida -según una clasificación muy somera- en dos grupos:

a) Tarantino, la nueva esperanza blanca. Aquí se incluye a quienes ven en su cine una reivindicación de la serie B y el cine más ignorado históricamente, pese a sus innegables virtudes. Tarantino lo eleva en sus películas a un estadio próximo al culto, aunque sus filmes no dejan de dirigirse a un público mucho más amplio que el de ese tipo de producciones. Para el cineasta norteamericano, colar historias como la de ‘Kill Bill’ entre un público de gustos convencionales (lo más alejado de su cinefilia que se puede hallar) parece suponer un triunfo irresistible. Además, últimamente parece más empeñado en epatar con una contundente puesta en escena que con la complejidad de sus guiones (como en sus primeras ‘Reservoir Dogs’ y ‘Pulp Fiction’).

b) Tarantino, el impostor. Hay críticos a quienes no interesa sino el material propio que ofrece la obra de un autor, por eso llegan a calificar a Tarantino de farsante. Los más radicales hablan del “efecto QT”, denunciando la autoridad que se ha concedido a este director por el oportunismo de haber sabido copiar a los clásicos. Así –dicen-, como el cine de Iñárritu (‘Babel’, 2006), Nolan (‘Memento’, 2000) y otros muchos de los considerados nuevos narradores, no hay nada de novedoso en su manera de contar historias y –concluyen- lo narrado no es lo suficientemente emocionante como para concederle una voz propia en el panorama cinematográfico actual.

Bien es cierto que, de esta última opinión, se habría de destacar el hecho de que con Tarantino y también con los otros ejemplos citados estamos aludiendo a un cine comercial, en mayor o menor medida (ahí están, de nuevo, los Oscar de ‘Babel’). Y a tal punto quería llegar este artículo, y es justamente de donde partía unas cuantas líneas atrás. Tarantino es un buen creador de imágenes, pero es aún mejor vendedor. Cómo si no explicar que, ya desde los tráilers, las imágenes de promoción de sus filmes (carteles, entrevistas, reportajes), uno no pueda dejar de asociar un color, un vestuario, una determinada música a sus obras. De Tarantino también se ha hablado en términos de generador de imágenes míticas: cierto, si consideramos el mito como una estampa. ‘Reservoir Dogs’: los hombres con chaqueta y gafas negras dieron incluso para un programa televisivo de éxito (‘CQC’); ‘Pulp Fiction’: ¿quién olvida la peluca morena de Uma Thurman o la singular pareja formada por el predicador Samuel L. Jackson y el recuperado John Travolta?; etcétera. La cuestión es que (incluso con el paso del tiempo) es fácil asociar una imagen, o dos, o tres, a una película de Tarantino, lo cual no sucederá con muchas otras. La clave tal vez podría estar en su siguiente afirmación: “La descripción de los planos [en el guión] sirve sobre todo para elaborar los planos especiales, los planos cool. Escuchen: I’m all for groovy shots”. Esta última confesión, mantenida en inglés en la entrevista traducida al español, es muy significativa. Tarantino se halla especialmente interesado en ofrecer planos chulos, que es como decir los mejores pero con otro atributo, algo así como de puta madre. Y ahí reside lo mejor y lo peor de su cine.


Sería absurdo no conceder a Tarantino un gran talento para la puesta en escena, al margen de que pueda considerársele un DJ de imágenes recicladas de películas anteriores (tomo esta comparación de mi admirado Quim Casas): él hace la mezcla, él les confiere personalidad y es, por derecho, el amo de la situación. Pero nunca serán suyas, aunque tampoco las emociones son de ningún autor, sino exclusivamente del público. Ésta es, a mi juicio, la gran virtud de Tarantino. Durante toda la entrevista no deja de aludir a lo que espera que el público sienta o piense, lo cual nos puede llevar a pensar que es un gran manipulador o embaucador, pero también que por fuerza ha de poner pasión en lo que hace: el DJ. Sus planos molan, lo que significa que tienen potencia estética y –también- que son capaces de emocionar (en cualquiera de sus acepciones), lo que distingue el hecho de poner la cámara en uno u otro sitio. Ahora bien, lo que me sigue preocupando en todo este rollo del cine reciclado es que supuestos impulsores de un nuevo cine de autor norteamericano estén tan preocupados por envolver bien las mismas viejas ideas. Con todo, considerar que Tarantino sigue kicking asses en las mayores salas de los centros comerciales no me parece nada mal. Al fin y al cabo, sólo se trata de que no pretendamos percibir (como él mismo hace) maestría en su ingenio.

domingo, 26 de agosto de 2007

Cine reciclado (II): and the Oscar goes to... Hong Kong

Como otros directores de su generación (Coppola, Spielberg, De Palma), Martin Scorsese se hace mayor y parece haber perdido buena parte de su vocación transgresora. Estos representantes de lo que se pudo considerar un nuevo cine norteamericano en la década de los 70, distanciado de la vieja escuela por su absoluta modernidad -más próxima a los nuevos cines europeos- y a la vez tan deudor de las grandes narraciones del Hollywood clásico, han abrazado el mainstream y, por el camino, han banalizado alguna de sus señas de identidad. El caso de Spielberg, incluyendo su faceta como productor al frente de proyectos ajenos, es de sobra conocido, dado su temprano gusto por la más estricta industria del espectáculo que denotan incluso sus acometidas más personales, como ‘La lista de Schindler’ (Schindler's list, 1993). Coppola parece conservar casi intacto su estatus de autor merced a la escasa frecuencia con que está entregando nuevos títulos, si bien hace un par de décadas iniciaba ya un viraje hacia un cine menos directo que hacía añorar la frescura de sus primeros trabajos.


Con esto no se pretende aquí defender la tesis de que estos cineastas hayan errado en su trayectoria por el mero hecho de derivar hacia otros argumentos o estilos. Al fin y al cabo, ellos más que nadie en el panorama hollywoodiense actual tienen la autoridad suficiente como para hacer poco más o menos que lo que les venga en gana. ¿O no? Analicemos la última etapa de Scorsese. Tal vez sea de entre los citados el director que aún conserva su trazo de manera más nítida, quizá también porque ha sido uno de los más influyentes en las dos últimas décadas. Efectivamente, podríamos decir aquello que en Rockdelux servía de pie de foto a la imagen de Jeff Buckley, “Él no tuvo la culpa”, en referencia a la legión de imitadores (ni de lejos dotados como él) de sus maravillosos falsetes. Pues bien, Scorsese no ha tenido la culpa, pero sin duda ha sentado las bases de una forma de narrar y una puesta en escena (frenéticas y elegantes a un tiempo) que ha sido a menudo recreada con mayor o menor fortuna. Todo un torbellino estilístico que después hemos reconocido en Mr. Know-It-All Tarantino (‘Pulp Fiction’ y ‘Jackie Brown’), el más bien oportunista Guy Ritchie (‘Lock & Stock’ y ‘Snatch: cerdos y diamantes’), el desconcertante Danny Boyle (‘Trainspotting’), el excesivo Joe Carnahan (‘Ases calientes’) y un largo etcétera de calificativos y directores. Podemos decir que cualquier película reciente con maleantes de por medio, un narrador en off y una banda sonora con mucha presencia y referencias a los 60 está de alguna forma transida por el espíritu de Scorsese. Y ni que decir tiene que esa joya televisiva llamada ‘Los Soprano’ (The Sopranos, 1999-2007) no hubiera sido concebible sin el autor de ‘Uno de los nuestros’ (Goodfellas, 1990).


Pues sí, tal vez sentirse padre adoptivo de toda esta generación de cineastas ha hecho que Scorsese comience a hacerse mayor. Por supuesto, su estilo sigue presente y no ha suavizado sus formas (una puesta en escena casi siempre radical, el empleo de la violencia), ni siquiera en sus proyectos más cuestionables (‘Gangs of New York’, 2002). El caso es que cuando dudamos de hasta qué punto Scorsese puede seguir haciendo lo que le apetece estamos hablando más de auto-imposiciones. De ese modo y no de otro se podrían explicar sus recientes producciones plagadas de estrellas (su nuevo actor fetiche, Leonardo DiCaprio, cuyo último trabajo a sus órdenes concede alguna esperanza en torno a su madurez como intérprete) y orientadas, de modo bastante evidente a mi entender, a convertirse en carne de Oscar. ¿Esto significa que sus últimas películas bajan mucho el nivel de su cine? Rotundamente, no. De hecho, antes de ‘El aviador’ (The aviator, 2004) o el que nos ocupará a continuación, ‘Infiltrados’ (The departed, 2006), Scorsese entregó otros trabajos que podrían considerarse ya una aproximación al mainstream. Tal era el caso de ‘La edad de la inocencia’ (The age of innocence, 1993), adaptación de una novela de Edith Wharton que narraba un triángulo de amor entre Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis y Winona Ryder, con la Nueva York de 1870 como escenario. Pese al cambio de registro, se trataba de una película excepcional, sorprendente en todos los sentidos, desde la dirección de actores hasta la contención de la puesta en escena, pasando por una maravillosa dirección artística.

Y es que, en el fondo, lo que solivianta de ‘Infiltrados’ y sus cuatro Oscar (película, director, guión adaptado y montaje) no es el resultado en sí mismo. De hecho, sin duda supera con creces a la anterior triunfadora en los premios de la industria de Hollywood, la lacrimógena y fácil ‘Crash’ (Paul Haggis, 2004). Scorsese maneja bien a sus actores, cuestión nada fácil a priori en un reparto que incluía a Matt rostro-pétreo Damon, el citado Leo, el rapero-metido-a-actor Mark Whalberg (aunque a éste lo tengo en mayor estima, tal vez por su tendencia a embarcarse en proyectos de cierto interés) y el casi siempre sobreactuado a la par que entrañable Jack Nicholson. Todo ello funciona en un filme accesible que, no obstante, contiene casi todos los ingredientes que han caracterizado el cine valiente de Scorsese.

¿Qué tiene entonces esta película, gran éxito de crítica y público, que la aleja irremediablemente del valioso legado de su autor y la hace ir a parar al contenedor del celuloide reciclado? Pues el escasísimo valor creativo del conjunto. Lo que realmente inquieta de ‘Infiltrados‘, con la que el maestro Scorsese finalmente ha sido reconocido por la miopía hollywoodiense, es que se trata de un remake en toda regla. Porque no es, como este cronista pensó en un primer momento, una libre adaptación de la película hongkonesa ‘Juego sucio’ (Mou gaan dou, 2002), sino un meticuloso calco. De acuerdo, ‘Infiltrados’ modifica un par de personajes-situaciones
para llevar la acción a los Estados Unidos e incluye (e incluso creo recordar que ésta fue una aportación de Scorsese, siempre obstinado en reflejar sus raíces católicas) un personaje irlandés, un regalo para Jack Nicholson, que hace las veces de malo-malísimo.


Recientemente he podido ver el film hongkonés y, para mi estupefacción, en muchos casos las escenas originales han sido duplicadas como en un espejo. Ya había oído hablar de esta interesantísima obra de Wai Keung Lau y Siu Fai Mak, de enorme repercusión en su país de origen, donde se llegó a rodar una secuela. Contiene grandes interpretaciones, entre ellas las del sensacional Tony Leung (al que recordamos por su personaje común en ‘Deseando amar’ y ‘2046’, ambas del maestro Wong Kar Wai), y condensa bien el metraje sin llegar a enrevesar tanto la trama como en el final de ‘Infiltrados’. Pero, sobre todo, contiene la idea original y brillante, por su aparente sencillez, de dos personajes que han de renunciar a su identidad para servir a fines diametralmente opuestos y que, sin embargo, comparten la amargura de esa continua mentira que es su vida. Lo cual nos recuerda que de mentiras la vida está llena. Y también el cine.

Evidentemente, los Oscar no harán que deje de reverenciar el cine de Scorsese, pero sí ayudan a que el futuro del cine se me presente pelín más tenebroso. O, quién sabe, más esperanzador por el declive de la industria norteamericana y el amanecer del cine que aún sigue dispuesto a arriesgar y cogernos desprevenidos.

sábado, 25 de agosto de 2007

Cine reciclado (I): el cine envasado al vacío

Tras ir al cine a ver ‘Transformers’ (Michael Bay, 2007), únicamente me cuestiono de dónde ha emergido esa, a todas luces, insana iniciativa. Pues bien, me respondo que existen, al menos, dos posibles reflexiones:


UNO. Que la cartelera está hecha un asco va a terminar por ser un hecho casi objetivo. Este tópico innumerablemente esgrimido en razón de nuestros particularísimos gustos o de una (por otro lado) sana conciencia crítica, empieza a manifestarse no ya exclusivamente como indicio de la llegada del verano sino, lo que es más preocupante, como la más común de las situaciones. Cierto (y de ahí su consideración como tópico): no tantas películas, por más que se empeñen en aparentarlo, son tan flojas; a veces, hay que investigar un poco, arriesgar y usar la intuición. Y cierto: resulta que la cartelera de Sevilla depende de los cines locales, pero también de las distribuidoras españolas, lo que supone que a nuestras grandes pantallas no llega ni una mínima parte de las producciones que, por ejemplo, se presentan en los festivales europeos de renombre. Pero esa es otra historia que merece un tratamiento riguroso y exhaustivo (espero poder ofrecer algo al respecto en futuras entradas de La mejor juventud).

DOS. Me digo que mi pasión por el cine me ha llevado siempre a querer sacar de donde no hay. Quizás suene aventurado, pero con respecto a mis gustos cinematográficos, creo haberme abierto demasiado en los últimos años. Esto, a la postre, debería resultar enriquecedor, pero también me ha procurado severos disgustos y, sobre todo, una desalentadora sensación de estar perdiendo el tiempo. Y es que siempre nos quedará el bendito dvd. No sé, empiezo a pensar que he de replegarme a las prácticas del cinéfilo estándar, aislamiento social mediante.

En el caso de ‘Transformers’, acudo al cine en busca de una peli de aventuras y un poco de acción. Demasiado confiado en el juicio del crítico Jordi Costa (al que sigo desde hace tiempo en El País y en otras revistas especializadas, y del que me sorprende especialmente no ya su erudición multidisciplinar sino su capacidad para jugar sus cartas oportunamente), pensaba hallar alguna sorpresa en la función. A decir verdad, que este periodista escribiera que tal vez tras ver ‘Transformers’ habría que revisar la trayectoria de Michael Bay y considerarlo un “clásico contemporáneo” tendría que haberme dado, a priori, mala espinita. Porque no se ha de olvidar que este director es el autor de crímenes contra la Humanidad (aunque sus protagonistas siempre tratan de salvarla) como ‘La Roca’ (The Rock, 1996), ‘Armageddon’ (1998), ‘Pearl Harbor’ (2001) y otros bocados exquisitos en esa línea. Pero es que encima Bay, especialista en grandes artificios, no se conforma con dirigir, sino que ha montado una enorme productora para sus proyectos y otros que no parecen albergar intenciones muy distintas.


Y es así como encontramos que Michael Bay crea escuela en el mainstream norteamericano, legando sellos de autor como una música
machaconamente identificable, imágenes ralentizadas que no pretenden expresar nada especial (una escena casi definitoria de sus películas es un despegue o aterrizaje de helicóptero, pero no en una situación de riesgo o acción, sino así sin más, a c á m a r a l e n t a) y una concepción del espectáculo basada en atrofiar nuestros sentidos a base de piruetas, movimientos de cámara de una incoherencia sin reparos y pon aquí y allá unas explosiones y tal.

Otro de los factores que me hacen acudir con cierta esperanza es que Steven Spielberg figura en los créditos, en este caso como productor de la criaturita. Claro, diréis, ¿ese factor resultaba atractivo o disuasorio? Para mí, actualmente, sería más bien lo segundo, si bien he de reconocer que el padre de Dreamworks ha firmado muchas películas que nos seguirían sorprendiendo: desde ‘El diablo sobre ruedas’ (Duel, 1971) o ‘Tiburón’ (Jaws, 1975), pasando por ‘Encuentros en la tercera fase’ (Close encounters of the third kind, 1977), hasta llegar a su reciente ‘Munich’ (2005). En ‘Transformers’ uno espera adivinar la huella de Spielberg en el relato de aventuras, el protagonista adolescente, la historia típicamente ochentera del chaval que entabla relación con seres de otra especie, incluso la clásica relación niño-máquina que acaba en amistad e iniciación a la vida adulta. Pues bien, en ‘Transformers’ el cuasi inexistente guión no parece interesado en estos ingredientes.

¿Qué une, pues, a ambos directores, constatado el insalvable abismo que separa su producción desde un punto de vista artístico? Repasemos la carrera de Michael Bay. Comienza como exitoso realizador de video-clips y campañas publicitarias para multinacionales como Nike o Coca-Cola (en el caso de Bay, estos géneros revelan su vertiente más peligrosa para el lenguaje fílmico). Ya como cineasta, se estrena con ‘Dos policías rebeldes’ (Bad boys, 1995), protagonizada por El príncipe de Bel-Air. Y en ese debut se hallan las claves de su carrera posterior. O, mejor, en los resultados cosechados por esa puesta de largo: la película se convierte en la más taquillera de la productora Columbia Pictures en 1995, rebasando los 140 millones de dólares recaudados en todo el mundo. Pero continuemos analizando las claves de su progresión artística. Un año después, Bay se pasa al cine serio (me niego a emplear la cursiva en esta última palabra, evitando así redundar en la inapelable ironía de este adjetivo aplicado a este artista) y firma ‘La Roca’, con dos actores, Sean Connery y Nicolas Cage, a los que no les vendría mal un breve ejercicio de análisis respecto a la última etapa de sus respectivas carreras: o cómo dilapidar el talento en beneficio de la consideración dentro del star-system. Pues bien, ‘La Roca’ les dio la razón, obteniendo más de 300 millones de dólares en taquilla. ‘Armageddon’, en colaboración con el también productor mastodóntico Jerry otro-que-tal-baila Bruckheimer (y es que fácilmente se les puede considerar de la misma escuela, es decir, la del dinero; si bien últimamente Bruckheimer se ha salvado gracias a la inteligente ‘Piratas del Caribe’ de Gore Verbinski, aunque enseguida se apresuró a convertirla en trilogía para exprimir todo lo posible la buena acogida del primer título), recaudó más de 550 millones de dólares gracias al sacrificio de Bruce Willis, convertido en nuestro particular Jesucristo contemporáneo, espacial y norteamericano. En 2001, ‘Pearl Harbor’ (obra que el director considera “incomprendida” en una entrevista, aunque para muchos el adjetivo que mejor se ajustaría sería el de incomprensible) ganó 450 millones de dólares para el cerdito de Bay –me refiero a su hucha. Por último, su reciente ‘La isla’ (The island, 2005) se quedó en unos decepcionantes 160 millones de dólares. Igual sucedió que Ewan McGregor, Scarlett Johansson o Steve Buscemi sumaban demasiado talento en el reparto.

Ahora todo parece más claro. Me refiero al vínculo insoslayable entre el cine de Spielberg y el de Michael Bay: el poder de la mercadotecnia y, hasta cierto punto en el primero, la espectacularización a costa de la inteligencia. Así que no es difícil entender ahora qué cualidades vio el creador de ‘E.T.’ (E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982) en Michael Bay y por qué a éste último se le empieza a considerar como el sucesor de Spielberg (sic). Pero el nexo no se detiene ahí. Al parecer tanto uno como otro preparan actualmente sendos proyectos de ciencia-ficción que comparten, como mínimo, la idea de partida: la hipotética existencia de portales interdimensionales para viajar en el tiempo. Resulta que el filme de Bay habría de estrenarse un año después del de Spielberg, cuya fecha prevista de lanzamiento es 2009, aunque al parecer finalmente podría bien ocurrir que ambos salgan en el mismo momento como estrategia comercial, algo de lo que Michael Bay sabe bastante desde que su ‘Armageddon’ coincidiese en cartelera con ‘Deep impact’ (1998). Ver para creer: Spielberg y el aspirante Bay combatirán por el cinturón más preciado de la industria, la taquilla, con las mismas armas, las armas con las que ambos se han forjado, las armas de la estrategia comercial.

¿Pero este tío no va a dedicar una sola línea a ‘Transformers’?

Con todo, he de reconocer que ‘Transformers’ me resultó entretenida, es decir que me pasé todo el tiempo comentando sus carencias. Incluso los robots son reducidos a cacharros militares bastante estúpidos, lo que podría aniquilar el recuerdo de cualquier seguidor de la serie televisiva (no es mi caso). Por supuesto, hay un americanito-militar-héroe, una chica maciza que en realidad busca ser algo más que un cuerpo (aunque por el guión, o su ausencia, nunca veremos ese algo más) y que entiende de coches (el sueño de muchos), y un chaval cuyo objetivo en la vida es, amén de verse junto a la citada maciza, comprarse un coche con 16 años, para alcanzar así el estatus que le corresponde en medio de sus amigos machitos con el depósito –por emplear un símil automovilístico- repleto de hormonas.

Por no tener, ‘Transformers’ no tiene ni siquiera acción. Apenas vemos a los robots en faena, y si los vemos, distinguimos sólo una parte de la escena, ya que el caótico montaje no permite otra cosa (en algún lugar, sin embargo, se define el estilo Bay como “reconocidas secuencias de acción editadas rápidamente con alto octanaje”). No se trata en este caso de una decisión estética que afecte al contenido; la elección del nerviosismo en la puesta en escena no tiene otra pretensión que la de conceder ese halo de hiperrealismo que se lleva tanto en las películas de acción. Pero, ¿no sería más aconsejable dejar que los robots se lucieran a la manera de las daikaiju eiga, pelis japonesas con grandes monstruos luchadores (Godzilla & friends)? Tal vez Michael Bay debería haber pasado menos tiempo en la sala de posproducción y haberle echado una ojeada a ‘The host’ (Gwoemul, 2006), el último trabajo del cineasta coreano Bong Joon-ho, autor también de la estupenda ‘Memories of murder’ (Salinui chueok, 2003). En ‘The host’, historia con bicho descomunal a la manera clásica, la acción sí adquiere un realismo inusitado, con una cámara que refleja por igual la magnitud del ataque de la bestia y las reacciones/emociones de la gente que se enfrenta a ella o huye desesperada. De hecho, nos sitúa en el centro mismo de la acción mediante una puesta en escena virtuosa, que no desprecia el frenesí pero nos mantiene constantemente ubicados.


Por último, después de personajes y situaciones de lo más rancio, en su tramo final ‘Transformers’ se descuelga con un pretendido mensaje crítico con la política norteamericana. Los (llamados) servicios de inteligencia de EEUU esconden información vital hasta que se produce el ataque de los robots diabólicos. Eso no se hace. Malos-malos. En fin, nada que ver con la –esta sí- punzante ironía de ‘The host’ respecto a la actuación norteamericana en Irak, aun tratándose de una película que se inscribe conscientemente en el cine de serie B.

Pero qué ideas tengo, me pongo a comparar el cine asiático con una producción hollywoodiense. ¿Qué tendrán que ver ambas cosas? La solución, en el próximo episodio...

viernes, 3 de agosto de 2007

Mirar como estilo de vida


Acabo de ver la película de Michelangelo Antonioni ‘El desierto rojo’ (Il desserto rosso, 1964) y, como las otras cuatro películas que he visto firmadas por este auténtico visionario del cine (y no sólo del cine, yo diría), me ha abierto los ojos. Al margen de su extraordinaria capacidad para revelar la indefesión humana ante el mundo de objetos, físico, que nos rodea y nos aprisiona (en este caso, el paisaje del progreso, las fábricas e industrias), y que al mismo tiempo es también manifestación de las distancias afectivas que nos separan, me ha conmovido especialmente una línea de diálogo (el guión, por cierto, fue elaborado en colaboración con el gran Tonino Guerra, quien trabajara con otros grandes directores italianos como Fellini, y que el año pasado fue homenajeado en el Festival de Cine Europeo de Sevilla) que a continuación reproduzco.


MONICA VITTI (mirando el mar desde una ventana): Nunca está quieto. Nunca, nunca. Yo no soy capaz de mirar al mar durante mucho tiempo. Si lo hago, todo aquello que sucede en tierra deja de interesarme. [...] Me siento como si tuviera los ojos húmedos. Pero, ¿qué quieren que haga con mis ojos? ¿Qué debería mirar?

RICHARD HARRIS (mirándola a ella, enamorado): Tú dices: “¿Qué debería mirar?”. Yo digo: “¿Cómo debo vivir?”. Es la misma pregunta.


Sin duda hay cosas que todo el mundo debería mirar, como el cine de Antonioni.

El cine que es a la vez exploración de imágenes y una cierta mirada (parafraseando la sección del Festival de Cannes, Un certain regard) parece revelarse, en ocasiones, como el único cine posible. Hay muy buenas películas en las que la palabra o la propia narración tienen una presencia capital. Pero la determinación radical de expresar algo con un encuadre, una posición de la cámara, un movimiento o un enfoque específico, confiere al cine un estatus como arte independiente de la fotografía o la pintura. Porque, en cine, un cuadro o una foto contiene al mismo tiempo muchas estampas o escenas distintas, y es en esa convergencia de miradas donde surge una forma singular de representar el mundo que nos ha tocado.

Por lo pronto, la mirada implica una selección de la realidad. Algo que hacemos constantemente y en cuya importancia no solemos reparar. Y luego, también hay una interpretación de lo que miramos. Por eso este tipo de cine que acude a la esencia misma de la imagen me sacude con una fuerza inexplicable. Como me ocurrió tras ver ‘Inland Empire’ (Inland Empire, 2006), el último experimento de David Lynch (éste sí: experimento de verdad); necesitaba poder mirarlo todo con otros ojos, ojos más conscientes de lo que hay detrás de una imagen.

El único problema para los que amamos el cine más que la propia vida (es decir: amamos la interpretación que el cine hace de la vida) es que, las más de las veces, uno sólo se dedica a mirar.


La (segunda) mejor juventud


Dada mi creciente incapacidad para interpretar la realidad sin asistir a su representación en una pantalla –cada vez más a menudo, pequeña-, consagro oficialmente este modesto espacio a la tertulia cinematográfica, en la esperanza de que La mejor juventud remonte el vuelo iniciado (y, hasta la fecha, concluido) hace la friolera de cuatro meses. Por fortuna, mis referentes siempre han sido escasos y el nombre de este blog ya se aferraba al celuloide como una señal premonitoria. Efectivamente, ‘La mejor juventud’ (La meglio gioventù, 2003) es el título de una reciente película italiana de Marco Tullio Giordana, ganadora de la sección Un certain regard del festival de Cannes de ese año. También es el título de una colección de poemas del gran Pier Paolo Pasolini.

Por todo esto, porque cada vez me resulta más difícil separar mi experiencia de lo que he vivido a través de tantas imágenes, y (también) por mi falta de compromiso con la creatividad pura y dura, trataré de que estos textos sean un reflejo de mí mismo; y, consecuentemente, de las personas a las que quiero. Y en este punto he de destacar el empleo, no banal, que hago arriba del término tertulia cinematográfica, ya que, en última instancia, me encantaría que La mejor juventud se convirtiese en un cineclub enteramente público, un eterno comentario a la salida de la sala (nunca dentro, por favó), una sesión continua con palomitas o gafas de pasta, y si traéis ambas cosas pues mucho mejor.

Me callo, que ya empiezan los títulos de crédito...


lunes, 19 de marzo de 2007

Roma Aeternam


Noche del sábado 10 de marzo de 2007. 21:30 horas.

Nuestros curtidos héroes se dirigen al centro de operaciones para ultimar preparativos. Esta noche se celebra una fiesta de inauguración en la nueva mansión de nuestro camarada Fernando (Señor Barroso para quienes lo han visto crecer). Perdón, ¿he dicho fiesta? Se trata de la Fiesta Romana, la bacanal que se viene anunciando desde hace meses y que es acogida con terrible expectación entre un puñado de chalados: nuestros curtidos héroes. Volvemos a ellos. Acaban de recoger a un servidor y se disponen a explicarme nuestro proyecto de disfraz. Lo hacen como sólo ellos saben: aturrulladamente, interrumpiéndose unos a otros por la excitación.

- ¡Hemos estado en el Corte Inglés –una suerte de Pichardo de guardia- para hacernos con los últimos complementos!
- ¡Tenemos papel doradito para las armaduras y una cartulina gris especial que ha costado un huevo para las hombreras! – “Estamos salvados”, pienso.
- Además hemos comprado estos pañuelos, ¡por sólo 2 euros!, para que se sepa que representamos a los soldados que regresaban de las campañas africanas...

Los pañuelos resultan ser fundas de cojines con estampados tipo leopardo/señora mayor. En efecto, muy africano.

Llegamos al piso de Paco con las ideas más o menos claras y el tiempo algo justo, teniendo en cuenta que la fiesta comenzaría a las 22:00 horas. Entonces iniciamos las labores artesanales: nos tomamos las medidas (...de la ropa) e improvisamos un taller de corte y confección. Por un instante, Borja y yo nos sentimos los Dolce & Gabbana de la Macarena. Ale se convierte en nuestro primer modelo-cobaya y el resultado supera todo lo conocido en alta costura. Es verdaderamente espantoso.

Poco a poco vamos mejorando los modelos, atendiendo a cuestiones técnicas que se nos escaparon en una primera tentativa: hay que confiar en el papel de celo, no importa que no podamos unir los brazos al cuerpo o que eliminemos todo rastro de movilidad en la columna vertebral, el celo lo mantendrá todo en su sitio. “Dale otra vuelta” –se oye una voz. A todo esto, nuestras hombreras sobresalen tanto que cada puerta que hallamos en nuestra trayectoria hemos de cruzarla de canto; nos golpeamos continuamente con objetos cuya existencia ni siquiera habíamos intuido hasta el impacto.

Salimos a la calle armados con los últimos complementos –escudito y espadas corta y larga, todo en plástico del bueno- que, sin duda, nos infunden el coraje necesario para enfrentarnos a cualquiera que se nos ponga por delante. Coraje hay que tener, desde luego, para hacer el ridículo de forma semejante. Me lo dicen las miradas de desconocidos que se cruzan con nosotros y, acto seguido, se desvían –quizá con un escalofrío- en el trayecto que cumplimos hasta el coche. En su interior nos espera un nuevo peligro: como imbéciles, conseguimos encajarnos el cinturón de seguridad entre el doradito y la cartulina especial.

De esta guisa llegamos a Mairena, donde nos aguarda el Imperator Fernando, anfitrión y responsable último de nuestro aspecto. Nos encontramos en una gasolinera BP, lo que hace aún más absurda la escena. Una vez que aparcamos junto a su casa, nos apeamos con formidables esfuerzos para no triturar nuestro disfraz (no olvidemos que se trataba de papel y celo, eso era todo: papel y celo) y acudimos a besar el puño de Fernando, impaciente y perfectamente ataviado como era de esperar.

No sólo de pax vive el hombre


Nunca la antigua Roma fue tan minuciosamente recreada como en Villa Barroso (o Barroco, alias que el protagonista de la noche ha conquistado en el gremio periodístico merced al estilo de su prosa). Todo está dispuesto para el gran evento, la mamma de todas las fiestas romanas: fruta alegremente distribuida en suntuosas fuentes, obras clásicas desperdigadas al azar entre las estanterías e incluso imágenes (literalmente arrancadas del National Geographic) que cubren el suelo, evocando los edificios y paisajes del mundo que vio gobernar y, más tarde, morir envenenado a Julio César. Advierto los aromas del vicio, el libertinaje y la lujuria dispersos en el ambiente, pero no acierto a individuar el lugar del que manan.



Primera noticia interesante: no hallamos entre los asistentes ningún otro disfraz de guardia pretoriano o similar, así que por fortuna no habrá parangón posible en nuestra franja temática. Comenzamos dando la nota con nuestras desmedidas hombreras, que provocan más de un encontronazo fortuito... fuertecito. “Perdón”, musito yo a cada nuevo empellón, inconsciente acerca de lo ridículo de guardar las formas en una reunión en la que muchas cosas quedan dichas por el mero look. No obstante estos problemas para encajar (literalmente) con el resto de invitados, pronto sacamos a relucir nuestras armas. No las de verdad, es decir, las de plástico, porque esas ni relucen ni leches. Me refiero aquí a nuestras armas comunicativas, a saber: a Patricio (que iba disfrazado de sí mismo) lo descubro de pronto sosteniendo un racimo de uvas ante la boca indecisa de los invitados. Alguna insensata trata de coger las uvas con las manos para llevárselas con elegancia a la boca, a lo que Patri responde, orgulloso, retirando el racimo y negando con la cabeza. De Borja (bautizado como Pijus Magnificus para la ocasión) no me sorprende tanto su rapidez en catar el vino como su arrojo para irlo ofreciendo a todos los asistentes sin excepción, llegando al extremo de tratar de convencer a algún infiel que ya se está dando a los placeres del Cacique-Cola. Por mi parte no opongo resistencia al rojizo elixir: nunca me ha gustado llevarle la contraria a Borja en materia de alcohol. Ale, por su parte, ha movido los hilos para que se escuche el “YMCA” de Village People (nuestra pretendida banda sonora), aunque nos hacemos levemente los suecos cuando distinguimos sus primeros acordes. Sé que es difícil de aceptar pero la bailamos discretamente; aún queda noche por delante. Yo mismo, en fin, también hago lo posible por integrarme entre el resto de amigos de Barroso, fin al que contribuyen decisivamente mi pectoral marcado –con rotulador- y mi pañuelo de las tropas africanas (¡cuán difícil resulta justificar su presencia en nuestro disfraz!).

Más tarde, cuando la bebida comienza a enaltecer nuestros sentimientos hacia el Imperio, el director de festejos introduce una pequeña perversión en la ya de por sí agitada noche: un trivial romano. Cual dictador de salón se hace con el mando y organiza dos equipos tan antiguos como el pan con aceite: féminas y hombrecillos. Después de algunos turnos polémicos debido al variable nivel de las preguntas, Fernando acaba por poner fin a su empeño lúdico y concede una cuestionable victoria a la masculinidad, a la que ya se daba por perdida. Así que ganamos. El trivial romano ha servido para que algunos desfogaran sus pasiones y vociferasen cuales periodistas del corazón. Por lo demás, ha supuesto un curioso cambio en el ritmo de los acontecimientos y ha acercado a los más implicados. Pero lo mejor está aún por llegar.

La dignidad la dejamos en casa, eso ya se ha narrado. La vergüenza, sin duda, se esfumó en cuanto nos preguntaron por qué el pañuelo de leopardo. En cuanto a la decencia y a lo humanamente tolerable, resulta evidente que son conceptos que no manejamos. A base de vino y otras hierbas que alguien se empeña en que yo mismo dosifique, acabamos bailando lo que nos echen, ya totalmente integrados unos y otros y abandonados a nuestros cuerpos que devienen entes autónomos. Se confirma: habemus papa (de vino, ron-cola o lo que sea). Todo indica que ésta será una de esas noches que dejan huella (y no lo digo por las que aparecieron en la pared del salón a la mañana siguiente). Ciertos disfraces se convierten en la piel de algún asistente. Tal es el caso de Juan Carlos, quien se debe de sentir el mismo Baco mientras declara que el atuendo le ha resultado “muy cómodo”. O cómo la casual wear nació en Roma. Incluso con la dudosa aportación de una tal DJ Inere, la fiesta no decae. De hecho, finalmente me veo obligado a desplegar mi contrastado criterio para extraer un par de joyas musicales de entre sus discos. Cosas de la diosa Fortuna, ese momento coincide con la marcha de muchos de los asistentes. O quizá se empiezan a marchar al evaluar mi contrastado criterio.

En cualquier caso, sólo hemos quedado algunos valientes: los guardias pretorianos Pijus Magnificus (Borja) y Callos Bruno (yo mismo); la heroica Elena (¿o será Helena?), quien después de sucumbir a los placeres etílicos se ha rehecho y ha acabado firmando su propio mito; la estoica Irene (aka Inere), que ha terminado por perforar nuestra armadura con su ácido verbo; la resuelta Yazmina, improvisada crítica de cine que nos recomienda el film “Constantine” para conciliar el sueño; y, por supuesto, el incombustible Imperator Barroso, el mejor organizador de eventos de toda Hispania desde esta sorprendente noche.

El cadáver, la nota misteriosa y los recuerdos habitados


Mañana del domingo 11 de marzo de 2007. 12:30 horas.

Despertamos en medio de una claridad insana. El escenario que nos rodea en esta mañana de domingo es sencillamente el de la caída del Imperio Romano. Aunque podía haber sido peor. Los dioses parecen habernos sonreído y no hay grandes daños que lamentar. Nuestro queridísimo anfitrión llega desde sus aposentos con la mejor de las sonrisas. Todos parecemos haber superado con relativo éxito las turbulencias que acuden a nuestra cabeza en forma de resaca. Sin embargo, una voz emerge de profundidades abisales para constatar lo mal que lo lleva. Se trata de Irene, a la que la session o quizás los gritos procedentes de “Constantine” –que nos acompañaron durante nuestro dulce desplome en las redes de Morfeo-, parecen haber afectado severamente. Para colmo, se queja de mi comportamiento durante la noche e infundadamente me atribuye ronquidos y ruiditos con la boca, al parecer impregnados de cierta lascivia. Me quedo pasmado ante tales críticas. A decir verdad, me quedo pasmado ante cualquier cosa porque me acabo de despertar. A ella, en cambio, se le achacan ciertas convulsiones durante la fase REM, lo que algunos hoy justificamos con que tenía su cuerpo arrendado al demonio. Fernando propone bajar a tomar un café para luego volver a limpiar los restos del incendio y, tras una media horita de preparativos, salimos a la calle a buscar el coche del Imperator.

Exactamente a eso: buscar el coche de Fernando, porque del vehículo no hay ni rastro. Nuestra estrategia de dar vueltas de arriba a abajo por las zonas próximas al edificio no cosecha ningún resultado. Parece haberse evaporado. Entonces, en un gesto que nunca comprenderé del todo mi vista se posa en el acerado que hay justo enfrente del portal. No salgo de mi asombro cuando leo en un papel pegado al bordillo con abundante cinta aislante una palabra familiar escrita en mayúsculas: “MODUS”. ¿No es ese el modelo que andamos buscando? Cuando pienso que debo de tener una resaca descomunal para haber imaginado algo así, me acerco a la hoja en cuestión y descubro su inverosímil contenido: es una nota que la madre de nuestro anfitrión le ha dejado explicándole que se ha llevado su Renault MODUS y que puede llevarse otro coche que tienen en el garaje. Los expedicionarios alucinamos con el audaz aviso y la anécdota sube la moral de las tropas.

Ya de camino al bar nos planteamos si no será ya un poquito tarde para cafés (hablamos de las 13:00 horas, horario peninsular). El resultado de la votación no arroja dudas: 4 cervezas y 1 tinto de verano. Un desayuno en toda regla en la cervecería Macarena. Pero las sorpresas no acaban ahí. Durante la excursión se han estado planteando sugerencias sobre cómo deshacernos del cadáver que hemos dejado en casa (la pobre Irene, que no estaba para cafés y nos encargó un pastelito). Al regresar al piso, nos reciben un aroma a verde pino y un pavimento en el que se reflejan nuestras reanimadas caras. En otro acto mítico que quedará registrado en todas las crónicas sobre fiestas romanas, nuestra heroína se ha sobrepuesto a su descorazonador despertar y lo ha dejado todo impoluto. Se ha ganado su pastelito y nuestros hurras.

El resto de la tarde transcurre en un abrir y cerrar de ojos somnolientos. Comemos cous-cous y spaghettis en casa de Fernando, algunas obsesas de la higiene tienen tiempo hasta de darse una ducha, tomamos café, salimos a dar un paseo por el parque (en el que nos topamos con un perrito que viste la camiseta del Betis, ceñidita) y nos despedimos del espíritu romano en el pub La Mina. Como cabe esperar, nada de alcohol: Elena, Irene y Borja se piden unas inocentes caipirinhas y yo un revitalizante Cutty Sark-Cola.

Son las 19:30 horas del domingo cuando Fernando nos lleva en coche a nuestra Macarena profunda. Ha pasado casi un día completo desde que todo aquello comenzara.

Ahora me viene a la cabeza lo que Fernando Imperator Barroso nos decía la mañana de ese domingo (a mí es que me vienen muchas cosas a la cabeza después de que sucedan). Nos revelaba que hasta ahora se le hacía difícil imaginarse viviendo en aquel piso nuevo, porque finalmente –nos decía- son los recuerdos los que dan vida a los lugares que habitamos. Ahora él podría asociar cada ángulo de ese piso, cada objeto –como si hubieran sido bendecidos por una mano distraída - a un recuerdo de esa noche épica. También nosotros, sus invitados, de vez en cuando habitaremos estos recuerdos que nos devolverán la fuerza indeleble de Roma.

Las fotos de este reportaje fueron amablemente cedidas por Irene; hazte con el álbum completo en www.flickr.com/photos/inere