domingo, 26 de agosto de 2007

Cine reciclado (II): and the Oscar goes to... Hong Kong

Como otros directores de su generación (Coppola, Spielberg, De Palma), Martin Scorsese se hace mayor y parece haber perdido buena parte de su vocación transgresora. Estos representantes de lo que se pudo considerar un nuevo cine norteamericano en la década de los 70, distanciado de la vieja escuela por su absoluta modernidad -más próxima a los nuevos cines europeos- y a la vez tan deudor de las grandes narraciones del Hollywood clásico, han abrazado el mainstream y, por el camino, han banalizado alguna de sus señas de identidad. El caso de Spielberg, incluyendo su faceta como productor al frente de proyectos ajenos, es de sobra conocido, dado su temprano gusto por la más estricta industria del espectáculo que denotan incluso sus acometidas más personales, como ‘La lista de Schindler’ (Schindler's list, 1993). Coppola parece conservar casi intacto su estatus de autor merced a la escasa frecuencia con que está entregando nuevos títulos, si bien hace un par de décadas iniciaba ya un viraje hacia un cine menos directo que hacía añorar la frescura de sus primeros trabajos.


Con esto no se pretende aquí defender la tesis de que estos cineastas hayan errado en su trayectoria por el mero hecho de derivar hacia otros argumentos o estilos. Al fin y al cabo, ellos más que nadie en el panorama hollywoodiense actual tienen la autoridad suficiente como para hacer poco más o menos que lo que les venga en gana. ¿O no? Analicemos la última etapa de Scorsese. Tal vez sea de entre los citados el director que aún conserva su trazo de manera más nítida, quizá también porque ha sido uno de los más influyentes en las dos últimas décadas. Efectivamente, podríamos decir aquello que en Rockdelux servía de pie de foto a la imagen de Jeff Buckley, “Él no tuvo la culpa”, en referencia a la legión de imitadores (ni de lejos dotados como él) de sus maravillosos falsetes. Pues bien, Scorsese no ha tenido la culpa, pero sin duda ha sentado las bases de una forma de narrar y una puesta en escena (frenéticas y elegantes a un tiempo) que ha sido a menudo recreada con mayor o menor fortuna. Todo un torbellino estilístico que después hemos reconocido en Mr. Know-It-All Tarantino (‘Pulp Fiction’ y ‘Jackie Brown’), el más bien oportunista Guy Ritchie (‘Lock & Stock’ y ‘Snatch: cerdos y diamantes’), el desconcertante Danny Boyle (‘Trainspotting’), el excesivo Joe Carnahan (‘Ases calientes’) y un largo etcétera de calificativos y directores. Podemos decir que cualquier película reciente con maleantes de por medio, un narrador en off y una banda sonora con mucha presencia y referencias a los 60 está de alguna forma transida por el espíritu de Scorsese. Y ni que decir tiene que esa joya televisiva llamada ‘Los Soprano’ (The Sopranos, 1999-2007) no hubiera sido concebible sin el autor de ‘Uno de los nuestros’ (Goodfellas, 1990).


Pues sí, tal vez sentirse padre adoptivo de toda esta generación de cineastas ha hecho que Scorsese comience a hacerse mayor. Por supuesto, su estilo sigue presente y no ha suavizado sus formas (una puesta en escena casi siempre radical, el empleo de la violencia), ni siquiera en sus proyectos más cuestionables (‘Gangs of New York’, 2002). El caso es que cuando dudamos de hasta qué punto Scorsese puede seguir haciendo lo que le apetece estamos hablando más de auto-imposiciones. De ese modo y no de otro se podrían explicar sus recientes producciones plagadas de estrellas (su nuevo actor fetiche, Leonardo DiCaprio, cuyo último trabajo a sus órdenes concede alguna esperanza en torno a su madurez como intérprete) y orientadas, de modo bastante evidente a mi entender, a convertirse en carne de Oscar. ¿Esto significa que sus últimas películas bajan mucho el nivel de su cine? Rotundamente, no. De hecho, antes de ‘El aviador’ (The aviator, 2004) o el que nos ocupará a continuación, ‘Infiltrados’ (The departed, 2006), Scorsese entregó otros trabajos que podrían considerarse ya una aproximación al mainstream. Tal era el caso de ‘La edad de la inocencia’ (The age of innocence, 1993), adaptación de una novela de Edith Wharton que narraba un triángulo de amor entre Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis y Winona Ryder, con la Nueva York de 1870 como escenario. Pese al cambio de registro, se trataba de una película excepcional, sorprendente en todos los sentidos, desde la dirección de actores hasta la contención de la puesta en escena, pasando por una maravillosa dirección artística.

Y es que, en el fondo, lo que solivianta de ‘Infiltrados’ y sus cuatro Oscar (película, director, guión adaptado y montaje) no es el resultado en sí mismo. De hecho, sin duda supera con creces a la anterior triunfadora en los premios de la industria de Hollywood, la lacrimógena y fácil ‘Crash’ (Paul Haggis, 2004). Scorsese maneja bien a sus actores, cuestión nada fácil a priori en un reparto que incluía a Matt rostro-pétreo Damon, el citado Leo, el rapero-metido-a-actor Mark Whalberg (aunque a éste lo tengo en mayor estima, tal vez por su tendencia a embarcarse en proyectos de cierto interés) y el casi siempre sobreactuado a la par que entrañable Jack Nicholson. Todo ello funciona en un filme accesible que, no obstante, contiene casi todos los ingredientes que han caracterizado el cine valiente de Scorsese.

¿Qué tiene entonces esta película, gran éxito de crítica y público, que la aleja irremediablemente del valioso legado de su autor y la hace ir a parar al contenedor del celuloide reciclado? Pues el escasísimo valor creativo del conjunto. Lo que realmente inquieta de ‘Infiltrados‘, con la que el maestro Scorsese finalmente ha sido reconocido por la miopía hollywoodiense, es que se trata de un remake en toda regla. Porque no es, como este cronista pensó en un primer momento, una libre adaptación de la película hongkonesa ‘Juego sucio’ (Mou gaan dou, 2002), sino un meticuloso calco. De acuerdo, ‘Infiltrados’ modifica un par de personajes-situaciones
para llevar la acción a los Estados Unidos e incluye (e incluso creo recordar que ésta fue una aportación de Scorsese, siempre obstinado en reflejar sus raíces católicas) un personaje irlandés, un regalo para Jack Nicholson, que hace las veces de malo-malísimo.


Recientemente he podido ver el film hongkonés y, para mi estupefacción, en muchos casos las escenas originales han sido duplicadas como en un espejo. Ya había oído hablar de esta interesantísima obra de Wai Keung Lau y Siu Fai Mak, de enorme repercusión en su país de origen, donde se llegó a rodar una secuela. Contiene grandes interpretaciones, entre ellas las del sensacional Tony Leung (al que recordamos por su personaje común en ‘Deseando amar’ y ‘2046’, ambas del maestro Wong Kar Wai), y condensa bien el metraje sin llegar a enrevesar tanto la trama como en el final de ‘Infiltrados’. Pero, sobre todo, contiene la idea original y brillante, por su aparente sencillez, de dos personajes que han de renunciar a su identidad para servir a fines diametralmente opuestos y que, sin embargo, comparten la amargura de esa continua mentira que es su vida. Lo cual nos recuerda que de mentiras la vida está llena. Y también el cine.

Evidentemente, los Oscar no harán que deje de reverenciar el cine de Scorsese, pero sí ayudan a que el futuro del cine se me presente pelín más tenebroso. O, quién sabe, más esperanzador por el declive de la industria norteamericana y el amanecer del cine que aún sigue dispuesto a arriesgar y cogernos desprevenidos.

sábado, 25 de agosto de 2007

Cine reciclado (I): el cine envasado al vacío

Tras ir al cine a ver ‘Transformers’ (Michael Bay, 2007), únicamente me cuestiono de dónde ha emergido esa, a todas luces, insana iniciativa. Pues bien, me respondo que existen, al menos, dos posibles reflexiones:


UNO. Que la cartelera está hecha un asco va a terminar por ser un hecho casi objetivo. Este tópico innumerablemente esgrimido en razón de nuestros particularísimos gustos o de una (por otro lado) sana conciencia crítica, empieza a manifestarse no ya exclusivamente como indicio de la llegada del verano sino, lo que es más preocupante, como la más común de las situaciones. Cierto (y de ahí su consideración como tópico): no tantas películas, por más que se empeñen en aparentarlo, son tan flojas; a veces, hay que investigar un poco, arriesgar y usar la intuición. Y cierto: resulta que la cartelera de Sevilla depende de los cines locales, pero también de las distribuidoras españolas, lo que supone que a nuestras grandes pantallas no llega ni una mínima parte de las producciones que, por ejemplo, se presentan en los festivales europeos de renombre. Pero esa es otra historia que merece un tratamiento riguroso y exhaustivo (espero poder ofrecer algo al respecto en futuras entradas de La mejor juventud).

DOS. Me digo que mi pasión por el cine me ha llevado siempre a querer sacar de donde no hay. Quizás suene aventurado, pero con respecto a mis gustos cinematográficos, creo haberme abierto demasiado en los últimos años. Esto, a la postre, debería resultar enriquecedor, pero también me ha procurado severos disgustos y, sobre todo, una desalentadora sensación de estar perdiendo el tiempo. Y es que siempre nos quedará el bendito dvd. No sé, empiezo a pensar que he de replegarme a las prácticas del cinéfilo estándar, aislamiento social mediante.

En el caso de ‘Transformers’, acudo al cine en busca de una peli de aventuras y un poco de acción. Demasiado confiado en el juicio del crítico Jordi Costa (al que sigo desde hace tiempo en El País y en otras revistas especializadas, y del que me sorprende especialmente no ya su erudición multidisciplinar sino su capacidad para jugar sus cartas oportunamente), pensaba hallar alguna sorpresa en la función. A decir verdad, que este periodista escribiera que tal vez tras ver ‘Transformers’ habría que revisar la trayectoria de Michael Bay y considerarlo un “clásico contemporáneo” tendría que haberme dado, a priori, mala espinita. Porque no se ha de olvidar que este director es el autor de crímenes contra la Humanidad (aunque sus protagonistas siempre tratan de salvarla) como ‘La Roca’ (The Rock, 1996), ‘Armageddon’ (1998), ‘Pearl Harbor’ (2001) y otros bocados exquisitos en esa línea. Pero es que encima Bay, especialista en grandes artificios, no se conforma con dirigir, sino que ha montado una enorme productora para sus proyectos y otros que no parecen albergar intenciones muy distintas.


Y es así como encontramos que Michael Bay crea escuela en el mainstream norteamericano, legando sellos de autor como una música
machaconamente identificable, imágenes ralentizadas que no pretenden expresar nada especial (una escena casi definitoria de sus películas es un despegue o aterrizaje de helicóptero, pero no en una situación de riesgo o acción, sino así sin más, a c á m a r a l e n t a) y una concepción del espectáculo basada en atrofiar nuestros sentidos a base de piruetas, movimientos de cámara de una incoherencia sin reparos y pon aquí y allá unas explosiones y tal.

Otro de los factores que me hacen acudir con cierta esperanza es que Steven Spielberg figura en los créditos, en este caso como productor de la criaturita. Claro, diréis, ¿ese factor resultaba atractivo o disuasorio? Para mí, actualmente, sería más bien lo segundo, si bien he de reconocer que el padre de Dreamworks ha firmado muchas películas que nos seguirían sorprendiendo: desde ‘El diablo sobre ruedas’ (Duel, 1971) o ‘Tiburón’ (Jaws, 1975), pasando por ‘Encuentros en la tercera fase’ (Close encounters of the third kind, 1977), hasta llegar a su reciente ‘Munich’ (2005). En ‘Transformers’ uno espera adivinar la huella de Spielberg en el relato de aventuras, el protagonista adolescente, la historia típicamente ochentera del chaval que entabla relación con seres de otra especie, incluso la clásica relación niño-máquina que acaba en amistad e iniciación a la vida adulta. Pues bien, en ‘Transformers’ el cuasi inexistente guión no parece interesado en estos ingredientes.

¿Qué une, pues, a ambos directores, constatado el insalvable abismo que separa su producción desde un punto de vista artístico? Repasemos la carrera de Michael Bay. Comienza como exitoso realizador de video-clips y campañas publicitarias para multinacionales como Nike o Coca-Cola (en el caso de Bay, estos géneros revelan su vertiente más peligrosa para el lenguaje fílmico). Ya como cineasta, se estrena con ‘Dos policías rebeldes’ (Bad boys, 1995), protagonizada por El príncipe de Bel-Air. Y en ese debut se hallan las claves de su carrera posterior. O, mejor, en los resultados cosechados por esa puesta de largo: la película se convierte en la más taquillera de la productora Columbia Pictures en 1995, rebasando los 140 millones de dólares recaudados en todo el mundo. Pero continuemos analizando las claves de su progresión artística. Un año después, Bay se pasa al cine serio (me niego a emplear la cursiva en esta última palabra, evitando así redundar en la inapelable ironía de este adjetivo aplicado a este artista) y firma ‘La Roca’, con dos actores, Sean Connery y Nicolas Cage, a los que no les vendría mal un breve ejercicio de análisis respecto a la última etapa de sus respectivas carreras: o cómo dilapidar el talento en beneficio de la consideración dentro del star-system. Pues bien, ‘La Roca’ les dio la razón, obteniendo más de 300 millones de dólares en taquilla. ‘Armageddon’, en colaboración con el también productor mastodóntico Jerry otro-que-tal-baila Bruckheimer (y es que fácilmente se les puede considerar de la misma escuela, es decir, la del dinero; si bien últimamente Bruckheimer se ha salvado gracias a la inteligente ‘Piratas del Caribe’ de Gore Verbinski, aunque enseguida se apresuró a convertirla en trilogía para exprimir todo lo posible la buena acogida del primer título), recaudó más de 550 millones de dólares gracias al sacrificio de Bruce Willis, convertido en nuestro particular Jesucristo contemporáneo, espacial y norteamericano. En 2001, ‘Pearl Harbor’ (obra que el director considera “incomprendida” en una entrevista, aunque para muchos el adjetivo que mejor se ajustaría sería el de incomprensible) ganó 450 millones de dólares para el cerdito de Bay –me refiero a su hucha. Por último, su reciente ‘La isla’ (The island, 2005) se quedó en unos decepcionantes 160 millones de dólares. Igual sucedió que Ewan McGregor, Scarlett Johansson o Steve Buscemi sumaban demasiado talento en el reparto.

Ahora todo parece más claro. Me refiero al vínculo insoslayable entre el cine de Spielberg y el de Michael Bay: el poder de la mercadotecnia y, hasta cierto punto en el primero, la espectacularización a costa de la inteligencia. Así que no es difícil entender ahora qué cualidades vio el creador de ‘E.T.’ (E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982) en Michael Bay y por qué a éste último se le empieza a considerar como el sucesor de Spielberg (sic). Pero el nexo no se detiene ahí. Al parecer tanto uno como otro preparan actualmente sendos proyectos de ciencia-ficción que comparten, como mínimo, la idea de partida: la hipotética existencia de portales interdimensionales para viajar en el tiempo. Resulta que el filme de Bay habría de estrenarse un año después del de Spielberg, cuya fecha prevista de lanzamiento es 2009, aunque al parecer finalmente podría bien ocurrir que ambos salgan en el mismo momento como estrategia comercial, algo de lo que Michael Bay sabe bastante desde que su ‘Armageddon’ coincidiese en cartelera con ‘Deep impact’ (1998). Ver para creer: Spielberg y el aspirante Bay combatirán por el cinturón más preciado de la industria, la taquilla, con las mismas armas, las armas con las que ambos se han forjado, las armas de la estrategia comercial.

¿Pero este tío no va a dedicar una sola línea a ‘Transformers’?

Con todo, he de reconocer que ‘Transformers’ me resultó entretenida, es decir que me pasé todo el tiempo comentando sus carencias. Incluso los robots son reducidos a cacharros militares bastante estúpidos, lo que podría aniquilar el recuerdo de cualquier seguidor de la serie televisiva (no es mi caso). Por supuesto, hay un americanito-militar-héroe, una chica maciza que en realidad busca ser algo más que un cuerpo (aunque por el guión, o su ausencia, nunca veremos ese algo más) y que entiende de coches (el sueño de muchos), y un chaval cuyo objetivo en la vida es, amén de verse junto a la citada maciza, comprarse un coche con 16 años, para alcanzar así el estatus que le corresponde en medio de sus amigos machitos con el depósito –por emplear un símil automovilístico- repleto de hormonas.

Por no tener, ‘Transformers’ no tiene ni siquiera acción. Apenas vemos a los robots en faena, y si los vemos, distinguimos sólo una parte de la escena, ya que el caótico montaje no permite otra cosa (en algún lugar, sin embargo, se define el estilo Bay como “reconocidas secuencias de acción editadas rápidamente con alto octanaje”). No se trata en este caso de una decisión estética que afecte al contenido; la elección del nerviosismo en la puesta en escena no tiene otra pretensión que la de conceder ese halo de hiperrealismo que se lleva tanto en las películas de acción. Pero, ¿no sería más aconsejable dejar que los robots se lucieran a la manera de las daikaiju eiga, pelis japonesas con grandes monstruos luchadores (Godzilla & friends)? Tal vez Michael Bay debería haber pasado menos tiempo en la sala de posproducción y haberle echado una ojeada a ‘The host’ (Gwoemul, 2006), el último trabajo del cineasta coreano Bong Joon-ho, autor también de la estupenda ‘Memories of murder’ (Salinui chueok, 2003). En ‘The host’, historia con bicho descomunal a la manera clásica, la acción sí adquiere un realismo inusitado, con una cámara que refleja por igual la magnitud del ataque de la bestia y las reacciones/emociones de la gente que se enfrenta a ella o huye desesperada. De hecho, nos sitúa en el centro mismo de la acción mediante una puesta en escena virtuosa, que no desprecia el frenesí pero nos mantiene constantemente ubicados.


Por último, después de personajes y situaciones de lo más rancio, en su tramo final ‘Transformers’ se descuelga con un pretendido mensaje crítico con la política norteamericana. Los (llamados) servicios de inteligencia de EEUU esconden información vital hasta que se produce el ataque de los robots diabólicos. Eso no se hace. Malos-malos. En fin, nada que ver con la –esta sí- punzante ironía de ‘The host’ respecto a la actuación norteamericana en Irak, aun tratándose de una película que se inscribe conscientemente en el cine de serie B.

Pero qué ideas tengo, me pongo a comparar el cine asiático con una producción hollywoodiense. ¿Qué tendrán que ver ambas cosas? La solución, en el próximo episodio...

viernes, 3 de agosto de 2007

Mirar como estilo de vida


Acabo de ver la película de Michelangelo Antonioni ‘El desierto rojo’ (Il desserto rosso, 1964) y, como las otras cuatro películas que he visto firmadas por este auténtico visionario del cine (y no sólo del cine, yo diría), me ha abierto los ojos. Al margen de su extraordinaria capacidad para revelar la indefesión humana ante el mundo de objetos, físico, que nos rodea y nos aprisiona (en este caso, el paisaje del progreso, las fábricas e industrias), y que al mismo tiempo es también manifestación de las distancias afectivas que nos separan, me ha conmovido especialmente una línea de diálogo (el guión, por cierto, fue elaborado en colaboración con el gran Tonino Guerra, quien trabajara con otros grandes directores italianos como Fellini, y que el año pasado fue homenajeado en el Festival de Cine Europeo de Sevilla) que a continuación reproduzco.


MONICA VITTI (mirando el mar desde una ventana): Nunca está quieto. Nunca, nunca. Yo no soy capaz de mirar al mar durante mucho tiempo. Si lo hago, todo aquello que sucede en tierra deja de interesarme. [...] Me siento como si tuviera los ojos húmedos. Pero, ¿qué quieren que haga con mis ojos? ¿Qué debería mirar?

RICHARD HARRIS (mirándola a ella, enamorado): Tú dices: “¿Qué debería mirar?”. Yo digo: “¿Cómo debo vivir?”. Es la misma pregunta.


Sin duda hay cosas que todo el mundo debería mirar, como el cine de Antonioni.

El cine que es a la vez exploración de imágenes y una cierta mirada (parafraseando la sección del Festival de Cannes, Un certain regard) parece revelarse, en ocasiones, como el único cine posible. Hay muy buenas películas en las que la palabra o la propia narración tienen una presencia capital. Pero la determinación radical de expresar algo con un encuadre, una posición de la cámara, un movimiento o un enfoque específico, confiere al cine un estatus como arte independiente de la fotografía o la pintura. Porque, en cine, un cuadro o una foto contiene al mismo tiempo muchas estampas o escenas distintas, y es en esa convergencia de miradas donde surge una forma singular de representar el mundo que nos ha tocado.

Por lo pronto, la mirada implica una selección de la realidad. Algo que hacemos constantemente y en cuya importancia no solemos reparar. Y luego, también hay una interpretación de lo que miramos. Por eso este tipo de cine que acude a la esencia misma de la imagen me sacude con una fuerza inexplicable. Como me ocurrió tras ver ‘Inland Empire’ (Inland Empire, 2006), el último experimento de David Lynch (éste sí: experimento de verdad); necesitaba poder mirarlo todo con otros ojos, ojos más conscientes de lo que hay detrás de una imagen.

El único problema para los que amamos el cine más que la propia vida (es decir: amamos la interpretación que el cine hace de la vida) es que, las más de las veces, uno sólo se dedica a mirar.


La (segunda) mejor juventud


Dada mi creciente incapacidad para interpretar la realidad sin asistir a su representación en una pantalla –cada vez más a menudo, pequeña-, consagro oficialmente este modesto espacio a la tertulia cinematográfica, en la esperanza de que La mejor juventud remonte el vuelo iniciado (y, hasta la fecha, concluido) hace la friolera de cuatro meses. Por fortuna, mis referentes siempre han sido escasos y el nombre de este blog ya se aferraba al celuloide como una señal premonitoria. Efectivamente, ‘La mejor juventud’ (La meglio gioventù, 2003) es el título de una reciente película italiana de Marco Tullio Giordana, ganadora de la sección Un certain regard del festival de Cannes de ese año. También es el título de una colección de poemas del gran Pier Paolo Pasolini.

Por todo esto, porque cada vez me resulta más difícil separar mi experiencia de lo que he vivido a través de tantas imágenes, y (también) por mi falta de compromiso con la creatividad pura y dura, trataré de que estos textos sean un reflejo de mí mismo; y, consecuentemente, de las personas a las que quiero. Y en este punto he de destacar el empleo, no banal, que hago arriba del término tertulia cinematográfica, ya que, en última instancia, me encantaría que La mejor juventud se convirtiese en un cineclub enteramente público, un eterno comentario a la salida de la sala (nunca dentro, por favó), una sesión continua con palomitas o gafas de pasta, y si traéis ambas cosas pues mucho mejor.

Me callo, que ya empiezan los títulos de crédito...