lunes, 19 de marzo de 2007

Roma Aeternam


Noche del sábado 10 de marzo de 2007. 21:30 horas.

Nuestros curtidos héroes se dirigen al centro de operaciones para ultimar preparativos. Esta noche se celebra una fiesta de inauguración en la nueva mansión de nuestro camarada Fernando (Señor Barroso para quienes lo han visto crecer). Perdón, ¿he dicho fiesta? Se trata de la Fiesta Romana, la bacanal que se viene anunciando desde hace meses y que es acogida con terrible expectación entre un puñado de chalados: nuestros curtidos héroes. Volvemos a ellos. Acaban de recoger a un servidor y se disponen a explicarme nuestro proyecto de disfraz. Lo hacen como sólo ellos saben: aturrulladamente, interrumpiéndose unos a otros por la excitación.

- ¡Hemos estado en el Corte Inglés –una suerte de Pichardo de guardia- para hacernos con los últimos complementos!
- ¡Tenemos papel doradito para las armaduras y una cartulina gris especial que ha costado un huevo para las hombreras! – “Estamos salvados”, pienso.
- Además hemos comprado estos pañuelos, ¡por sólo 2 euros!, para que se sepa que representamos a los soldados que regresaban de las campañas africanas...

Los pañuelos resultan ser fundas de cojines con estampados tipo leopardo/señora mayor. En efecto, muy africano.

Llegamos al piso de Paco con las ideas más o menos claras y el tiempo algo justo, teniendo en cuenta que la fiesta comenzaría a las 22:00 horas. Entonces iniciamos las labores artesanales: nos tomamos las medidas (...de la ropa) e improvisamos un taller de corte y confección. Por un instante, Borja y yo nos sentimos los Dolce & Gabbana de la Macarena. Ale se convierte en nuestro primer modelo-cobaya y el resultado supera todo lo conocido en alta costura. Es verdaderamente espantoso.

Poco a poco vamos mejorando los modelos, atendiendo a cuestiones técnicas que se nos escaparon en una primera tentativa: hay que confiar en el papel de celo, no importa que no podamos unir los brazos al cuerpo o que eliminemos todo rastro de movilidad en la columna vertebral, el celo lo mantendrá todo en su sitio. “Dale otra vuelta” –se oye una voz. A todo esto, nuestras hombreras sobresalen tanto que cada puerta que hallamos en nuestra trayectoria hemos de cruzarla de canto; nos golpeamos continuamente con objetos cuya existencia ni siquiera habíamos intuido hasta el impacto.

Salimos a la calle armados con los últimos complementos –escudito y espadas corta y larga, todo en plástico del bueno- que, sin duda, nos infunden el coraje necesario para enfrentarnos a cualquiera que se nos ponga por delante. Coraje hay que tener, desde luego, para hacer el ridículo de forma semejante. Me lo dicen las miradas de desconocidos que se cruzan con nosotros y, acto seguido, se desvían –quizá con un escalofrío- en el trayecto que cumplimos hasta el coche. En su interior nos espera un nuevo peligro: como imbéciles, conseguimos encajarnos el cinturón de seguridad entre el doradito y la cartulina especial.

De esta guisa llegamos a Mairena, donde nos aguarda el Imperator Fernando, anfitrión y responsable último de nuestro aspecto. Nos encontramos en una gasolinera BP, lo que hace aún más absurda la escena. Una vez que aparcamos junto a su casa, nos apeamos con formidables esfuerzos para no triturar nuestro disfraz (no olvidemos que se trataba de papel y celo, eso era todo: papel y celo) y acudimos a besar el puño de Fernando, impaciente y perfectamente ataviado como era de esperar.

No sólo de pax vive el hombre


Nunca la antigua Roma fue tan minuciosamente recreada como en Villa Barroso (o Barroco, alias que el protagonista de la noche ha conquistado en el gremio periodístico merced al estilo de su prosa). Todo está dispuesto para el gran evento, la mamma de todas las fiestas romanas: fruta alegremente distribuida en suntuosas fuentes, obras clásicas desperdigadas al azar entre las estanterías e incluso imágenes (literalmente arrancadas del National Geographic) que cubren el suelo, evocando los edificios y paisajes del mundo que vio gobernar y, más tarde, morir envenenado a Julio César. Advierto los aromas del vicio, el libertinaje y la lujuria dispersos en el ambiente, pero no acierto a individuar el lugar del que manan.



Primera noticia interesante: no hallamos entre los asistentes ningún otro disfraz de guardia pretoriano o similar, así que por fortuna no habrá parangón posible en nuestra franja temática. Comenzamos dando la nota con nuestras desmedidas hombreras, que provocan más de un encontronazo fortuito... fuertecito. “Perdón”, musito yo a cada nuevo empellón, inconsciente acerca de lo ridículo de guardar las formas en una reunión en la que muchas cosas quedan dichas por el mero look. No obstante estos problemas para encajar (literalmente) con el resto de invitados, pronto sacamos a relucir nuestras armas. No las de verdad, es decir, las de plástico, porque esas ni relucen ni leches. Me refiero aquí a nuestras armas comunicativas, a saber: a Patricio (que iba disfrazado de sí mismo) lo descubro de pronto sosteniendo un racimo de uvas ante la boca indecisa de los invitados. Alguna insensata trata de coger las uvas con las manos para llevárselas con elegancia a la boca, a lo que Patri responde, orgulloso, retirando el racimo y negando con la cabeza. De Borja (bautizado como Pijus Magnificus para la ocasión) no me sorprende tanto su rapidez en catar el vino como su arrojo para irlo ofreciendo a todos los asistentes sin excepción, llegando al extremo de tratar de convencer a algún infiel que ya se está dando a los placeres del Cacique-Cola. Por mi parte no opongo resistencia al rojizo elixir: nunca me ha gustado llevarle la contraria a Borja en materia de alcohol. Ale, por su parte, ha movido los hilos para que se escuche el “YMCA” de Village People (nuestra pretendida banda sonora), aunque nos hacemos levemente los suecos cuando distinguimos sus primeros acordes. Sé que es difícil de aceptar pero la bailamos discretamente; aún queda noche por delante. Yo mismo, en fin, también hago lo posible por integrarme entre el resto de amigos de Barroso, fin al que contribuyen decisivamente mi pectoral marcado –con rotulador- y mi pañuelo de las tropas africanas (¡cuán difícil resulta justificar su presencia en nuestro disfraz!).

Más tarde, cuando la bebida comienza a enaltecer nuestros sentimientos hacia el Imperio, el director de festejos introduce una pequeña perversión en la ya de por sí agitada noche: un trivial romano. Cual dictador de salón se hace con el mando y organiza dos equipos tan antiguos como el pan con aceite: féminas y hombrecillos. Después de algunos turnos polémicos debido al variable nivel de las preguntas, Fernando acaba por poner fin a su empeño lúdico y concede una cuestionable victoria a la masculinidad, a la que ya se daba por perdida. Así que ganamos. El trivial romano ha servido para que algunos desfogaran sus pasiones y vociferasen cuales periodistas del corazón. Por lo demás, ha supuesto un curioso cambio en el ritmo de los acontecimientos y ha acercado a los más implicados. Pero lo mejor está aún por llegar.

La dignidad la dejamos en casa, eso ya se ha narrado. La vergüenza, sin duda, se esfumó en cuanto nos preguntaron por qué el pañuelo de leopardo. En cuanto a la decencia y a lo humanamente tolerable, resulta evidente que son conceptos que no manejamos. A base de vino y otras hierbas que alguien se empeña en que yo mismo dosifique, acabamos bailando lo que nos echen, ya totalmente integrados unos y otros y abandonados a nuestros cuerpos que devienen entes autónomos. Se confirma: habemus papa (de vino, ron-cola o lo que sea). Todo indica que ésta será una de esas noches que dejan huella (y no lo digo por las que aparecieron en la pared del salón a la mañana siguiente). Ciertos disfraces se convierten en la piel de algún asistente. Tal es el caso de Juan Carlos, quien se debe de sentir el mismo Baco mientras declara que el atuendo le ha resultado “muy cómodo”. O cómo la casual wear nació en Roma. Incluso con la dudosa aportación de una tal DJ Inere, la fiesta no decae. De hecho, finalmente me veo obligado a desplegar mi contrastado criterio para extraer un par de joyas musicales de entre sus discos. Cosas de la diosa Fortuna, ese momento coincide con la marcha de muchos de los asistentes. O quizá se empiezan a marchar al evaluar mi contrastado criterio.

En cualquier caso, sólo hemos quedado algunos valientes: los guardias pretorianos Pijus Magnificus (Borja) y Callos Bruno (yo mismo); la heroica Elena (¿o será Helena?), quien después de sucumbir a los placeres etílicos se ha rehecho y ha acabado firmando su propio mito; la estoica Irene (aka Inere), que ha terminado por perforar nuestra armadura con su ácido verbo; la resuelta Yazmina, improvisada crítica de cine que nos recomienda el film “Constantine” para conciliar el sueño; y, por supuesto, el incombustible Imperator Barroso, el mejor organizador de eventos de toda Hispania desde esta sorprendente noche.

El cadáver, la nota misteriosa y los recuerdos habitados


Mañana del domingo 11 de marzo de 2007. 12:30 horas.

Despertamos en medio de una claridad insana. El escenario que nos rodea en esta mañana de domingo es sencillamente el de la caída del Imperio Romano. Aunque podía haber sido peor. Los dioses parecen habernos sonreído y no hay grandes daños que lamentar. Nuestro queridísimo anfitrión llega desde sus aposentos con la mejor de las sonrisas. Todos parecemos haber superado con relativo éxito las turbulencias que acuden a nuestra cabeza en forma de resaca. Sin embargo, una voz emerge de profundidades abisales para constatar lo mal que lo lleva. Se trata de Irene, a la que la session o quizás los gritos procedentes de “Constantine” –que nos acompañaron durante nuestro dulce desplome en las redes de Morfeo-, parecen haber afectado severamente. Para colmo, se queja de mi comportamiento durante la noche e infundadamente me atribuye ronquidos y ruiditos con la boca, al parecer impregnados de cierta lascivia. Me quedo pasmado ante tales críticas. A decir verdad, me quedo pasmado ante cualquier cosa porque me acabo de despertar. A ella, en cambio, se le achacan ciertas convulsiones durante la fase REM, lo que algunos hoy justificamos con que tenía su cuerpo arrendado al demonio. Fernando propone bajar a tomar un café para luego volver a limpiar los restos del incendio y, tras una media horita de preparativos, salimos a la calle a buscar el coche del Imperator.

Exactamente a eso: buscar el coche de Fernando, porque del vehículo no hay ni rastro. Nuestra estrategia de dar vueltas de arriba a abajo por las zonas próximas al edificio no cosecha ningún resultado. Parece haberse evaporado. Entonces, en un gesto que nunca comprenderé del todo mi vista se posa en el acerado que hay justo enfrente del portal. No salgo de mi asombro cuando leo en un papel pegado al bordillo con abundante cinta aislante una palabra familiar escrita en mayúsculas: “MODUS”. ¿No es ese el modelo que andamos buscando? Cuando pienso que debo de tener una resaca descomunal para haber imaginado algo así, me acerco a la hoja en cuestión y descubro su inverosímil contenido: es una nota que la madre de nuestro anfitrión le ha dejado explicándole que se ha llevado su Renault MODUS y que puede llevarse otro coche que tienen en el garaje. Los expedicionarios alucinamos con el audaz aviso y la anécdota sube la moral de las tropas.

Ya de camino al bar nos planteamos si no será ya un poquito tarde para cafés (hablamos de las 13:00 horas, horario peninsular). El resultado de la votación no arroja dudas: 4 cervezas y 1 tinto de verano. Un desayuno en toda regla en la cervecería Macarena. Pero las sorpresas no acaban ahí. Durante la excursión se han estado planteando sugerencias sobre cómo deshacernos del cadáver que hemos dejado en casa (la pobre Irene, que no estaba para cafés y nos encargó un pastelito). Al regresar al piso, nos reciben un aroma a verde pino y un pavimento en el que se reflejan nuestras reanimadas caras. En otro acto mítico que quedará registrado en todas las crónicas sobre fiestas romanas, nuestra heroína se ha sobrepuesto a su descorazonador despertar y lo ha dejado todo impoluto. Se ha ganado su pastelito y nuestros hurras.

El resto de la tarde transcurre en un abrir y cerrar de ojos somnolientos. Comemos cous-cous y spaghettis en casa de Fernando, algunas obsesas de la higiene tienen tiempo hasta de darse una ducha, tomamos café, salimos a dar un paseo por el parque (en el que nos topamos con un perrito que viste la camiseta del Betis, ceñidita) y nos despedimos del espíritu romano en el pub La Mina. Como cabe esperar, nada de alcohol: Elena, Irene y Borja se piden unas inocentes caipirinhas y yo un revitalizante Cutty Sark-Cola.

Son las 19:30 horas del domingo cuando Fernando nos lleva en coche a nuestra Macarena profunda. Ha pasado casi un día completo desde que todo aquello comenzara.

Ahora me viene a la cabeza lo que Fernando Imperator Barroso nos decía la mañana de ese domingo (a mí es que me vienen muchas cosas a la cabeza después de que sucedan). Nos revelaba que hasta ahora se le hacía difícil imaginarse viviendo en aquel piso nuevo, porque finalmente –nos decía- son los recuerdos los que dan vida a los lugares que habitamos. Ahora él podría asociar cada ángulo de ese piso, cada objeto –como si hubieran sido bendecidos por una mano distraída - a un recuerdo de esa noche épica. También nosotros, sus invitados, de vez en cuando habitaremos estos recuerdos que nos devolverán la fuerza indeleble de Roma.

Las fotos de este reportaje fueron amablemente cedidas por Irene; hazte con el álbum completo en www.flickr.com/photos/inere