domingo, 2 de marzo de 2008

Fatica d'amore


Seguro que habrá precedentes, más aún teniendo en cuenta la era bloguera en la que nos hallamos inmersos. Pero, para mí, ésta es la primera vez que voy a comentar una película vista en un autobús. La ocasión la propició mi reciente viaje a Madrid, donde acudí para visitar a Chalir e Irene y, sin saberlo, para estremecerme sobre mi butaca del Socibús. A la ida, porque el vehículo en cuestión era terrible, algo así como una cámara de tortura sobre ruedas. Y a la vuelta, porque el bús era tan sofisticado que incluía dos pantallas para ver pelis.

El caso es que, cuando se encendieron, yo pensé que nos regalarían una generosa sesión de cine abominable, como cuando en mi anterior viaje en el AVE programaron ‘Cerdos salvajes’ (Wild Hogs, 2007). Pero no fue así, y desde que vi los títulos de crédito la cosa empezó a pintar bien: Jennifer Jason Leigh... Albert Finney... ¡Agnieszka Holland! La película en cuestión era (es) ‘Washington Square’ (1997), una adaptación de la novela ‘La heredera’, de Henry James. No se trata, sin embargo, de la primera, puesto que ya antes William Wyler había entregado un film con el mismo título, ‘La heredera’ (The heiress, 1949). Film que no he visto y que, me consta, merecerá completamente la pena, aunque sólo sea por disfrutar con las interpretaciones de Olivia de Havilland y Montgomery Clift.

Agnieszka Holland es una cineasta realmente singular. Nacida en Polonia en 1948, empezó a destacar como ayudante de dirección de un talento tan reconocido como Andrzej Wajda. La primera película de Holland que trascendió a nuestras pantallas sería ‘Europa Europa’ (1991), ganadora del Globo de Oro de ese año. De esta directora, quien también colaborase en el guión de ‘Tres colores: Azul’ (Trois couleurs: Bleu, 1993), de su amigo Krzysztof Kieslowski, he podido ver ‘El tercer milagro’ (The third miracle, 1999) y, muy recientemente, ‘Copying Beethoven’ (2006). A partir de esta mínima porción de su obra, podría señalar un par de rasgos que parecen prevalecer en ella:

1/ Los personajes femeninos complejos y trascendentes, incluso aunque no se erijan en protagonistas de la trama. Se podría alegar que éste no debería ser un rasgo definitorio de una obra pero, desafortunadamente, no abundan las obras en las que la mujer importa realmente y toma (o no) las decisiones que afectan al curso de la historia. ¿Es ésta una visión feminista, como ya he leído por ahí, incluso afirmado por la propia directora? ¡No, por dios! En tal caso, ¿cuántas películas machistas se podrían enumerar? (incluso en películas tan valoradas como las recientes ‘No es país para viejos’ y ‘Pozos de ambición’, en las que los personajes masculinos son los que construyen la historia y también la Historia, en este caso de Estados Unidos; por cierto, curioso que resurjan en estas obras ecos del western, género varonil donde los haya).

2/ Una puesta en escena vibrante y pasional que, una vez superado el temor a hallarnos ante un espectáculo tan preciosista como artificioso, nos conduce hacia momentos de una intensidad dramática excepcional. Y es ahí donde la cámara de Holland vence: dejando a un lado los efectismos, se dedica a retratar, componer la emoción. Efectivamente, en ocasiones la vehemencia de sus planos-secuencia nos puede hacer desconfiar de su honestidad, pero por fortuna también tiene el don de la contención, al menos en los momentos que así lo requieren.

Pues bien, con todo esto, y añadiendo las elecciones de reparto, por lo general tremendamente acertadas, lo que más me gustó de ‘Washington Square’ fue lo que latía debajo de sus imágenes. La historia podría resumirse como un folletín al uso (pero, ¿cuántos culebrones clásicos representan hoy la cima del género novelesco?): una joven, de acaudalada estirpe y personalidad complicada, recibe las atenciones de un varón, pobre y poco dado al trabajo, ante la firme oposición de su intransigente padre y su tía viuda (en funciones de madre) que también anhela hallar, en su madurez, algo parecido al amor. Más o menos. Ésa sería una sinopsis muy reducida y, como pasa siempre con esta literatura, intuyo que ya el material de Henry James ha de ser mucho más que una sucesión de episodios dramáticos en torno al amor, el dinero, la familia y las tragedias griegas en el seno de una sociedad dominada por la apariencia y el chismorreo.

Lo que hace extraordinaria a ‘Washington Square’ no es nada en particular de esa trama. Lo que la acerca tanto a un servidor es que, continuamente, parece llevarnos a una dirección: la de pensar que tal o cual personaje tiene otras intenciones; la de creer que, al final, se acabará desenmascarando a los malos en un entramado de relaciones tan injusto; la de crear, en definitiva, una mártir (la protagonista, que sufre vejaciones por parte del resto de personajes y que, aparentemente, quedaría en la miseria). Y, no obstante, si ‘Washington Square’ se erige en aguda metáfora de las relaciones humanas, es porque demuestra que hasta el más mezquino de los comportamientos no tiene en su origen la malicia ni nada que se le parezca, sino, en todo caso, un cierto egoísmo innato y, lo que es más asombroso, el deseo de hacer felices a quienes nos rodean. Porque, a veces, incluso ese bienintencionado deseo puede ser peligroso. Los personajes de ‘Washington Square’ se equivocan porque se apasionan, se entusiasman, se inflaman y arden. Y es ahí adonde yo quería llegar, después de todo.

Hace tiempo, en la contraportada de un buen libro, me topé con una locución que me pareció brillante. Se aludía allí a la “tiranía de las emociones”, y en mi opinión no hay una cualidad que las defina mejor. En un momento de ‘Washington Square’, los dos amantes interpretan un dúo al piano para complacer al padre de ella. El tema en cuestión se llama Fatica d’amore (Cansancio de amor), y se vuelve a repetir más tarde cuando la protagonista lo canta, esta vez a solas, esbozando una sonrisa. Lo que hace a ese personaje sonreírse, eso sí, con una no menos cierta melancolía, es que, al igual que las cosas no son como su corazón inexperto las había pensado, probablemente nada resulta tan horrible como para no poder soportarse. Pero, claro, cansa.

5 comentarios:

Julia Delgado dijo...

¿¡!!¡?

Capitán Cook(ing) dijo...

8=====0 Eso pa Borja. Pero qué bien escribes, mamón...ya te veo con un programa lleno de humo en La2. Seguro, vamos.

clorophormo dijo...

Verdaderamente, no sé como ningún conductor de autobús visionario ha caído en poner El Diablo sobre Ruedas a la altura de Almuradiel.

De Washington Square sólo puedo destacar lo que he visto, la magnífica espalda de la protagonista encorsetada en una telaza roja de esas que ponen palote.

el_fuego_fatuo dijo...

oye, ra, yo también quiero una de ésas, jejeje. lo del programa con humo lo firmo, siempre y cuando seáis tú y tu puro los que creéis la atmósfera. se llamaría "puro humo" o "puto amo", aún está por determinar. y duraría... lo que duras tú, más o menos.

un abraso.

el_fuego_fatuo dijo...

"el diablo sobre ruedas", sí!!! cómo molaría, tío, aunque las carreteras ya no son lo que eran y de spielberg ni hablamos. todavía recuerdo a juan miguel lamet quejándose del "montaje picadito" que tiene la peli, jeje. me encanta lo del "manguito del radiador", siempre lo recordaré.

yo también me quedaba la espalda de jennifer jason leigh, aunque haya desaparecido un poco del mapa por sus tendencias indies (incluso se atreve a cantar).

un besazo, vincent gallo!